En aquel entonces yo no sabía casi nada. Había estudiado por encima algunos textos y de las conversaciones que se escuchaban por casa, conocía, de nombre, a los autores de referencia. Más allá de eso no tenía ninguna idea original y todo me parecía extremadamente confuso. Veía la realidad como un cuadro abstracto: ni la entendía, ni la podía describir.
Sin embargo, mi apariencia decía todo lo contrario. Casi siempre tenía una mirada de concentración y mi barba arremolinada, combinada con una nariz helénica, me confería el aspecto de un filósofo presocrático. Tal vez por eso mis padres me animaban a quedarme con ellos en las sobremesas de los domingos. A mis hermanos los mandaban a jugar (también es verdad que eran más pequeños) y a mí me dejaban ahí sentado. En el jardín de la casa de Bellaterra invitaban a comer cada semana a intelectuales de diferente índole. Yo disfrutaba con la música y toda esa esfera del pensamiento me la resbalaba bastante. El problema era que, con dos padres en el mundo académico, las conversaciones constantemente desembocaban en disertaciones teóricas profundas y complejas. Mi padre era profesor de antropología y mi madre de filosofía. Estábamos servidos.
Mientras ellos hablaban de relativismo, metafísica o ética, en mi cabeza iban sonando canciones de rock. Así desarrollé una remarcable capacidad de abstracción que me ha sido de gran ayuda para tolerar los llantos desconsolados de mis hijos. No hay mal que por bien no venga. Con Mar, mi segunda, me salvó de volverme completamente loco. Es una niña preciosa, con unos ojos esmeralda que quitan el hipo, pero su carácter diabólico acaba hasta con el más estoico. Con mi mujer decimos, medio en broma, medio en serio, que es la prueba viviente de que el demonio elige a los rostros más bonitos.
¡Ay la belleza! Cuántas veces en casa de mis padres, bajo la pérgola, la conversación había girado en torno a la belleza, o cómo corregía mi madre: la estética. Creo que era su tema preferido; seguramente porque lo había estudiado con una minuciosidad enfermiza. Recuerdo que en una de esas comidas, no sé por qué extraña coincidencia vinieron también los vecinos. Era una pareja muy sencilla que regentaba una pequeña tienda de conservas. Hablaban muy poco. También nos acompañaban en esa ocasión una profesora de política, una escritora y dos investigadores. Mi madre se explayó en una disertación sobre la evolución histórica de la belleza en el arte. Empezó con Novalis y la experiencia emocional, luego trató cuatro o cinco autores más (cuyo nombre no recuerdo porque en mi cabeza estaba escuchando Born on a different cloud de Oasis) para acabar con un cierre que, según me indicó mi padre con soberbia, era un poti poti de Sloterdijk y Han. A mí me sonaba a chino. Pero me quedó grabado como, en el silencio de aceptación que se creó después de esa masterclass, nuestro vecino Pedro tomó la palabra. Se incorporó en su silla y sin darse demasiada importancia dijo.
- Para mí la belleza no tiene que ver con la belleza, tiene que ver con lo auténtico. Con la autenticidad y la emoción. Nada más.
Que bien definidas las sobremesas. Me ha encantado 🥰
me encanta tu sentido del humor, Víctor y el retrato de los muy " lletraferits"...e imagino un escenario como la pèrgola de casa de mis tíos Roda.Un placer leerte.